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(A mí me gusta más el pdf...)
Charlie Marlow
y la rata gigante de Sumatra
por Alberto López Aroca
Whiskey
con soda
—Al menos por lo que a mí respecta, el viejo Charlie Marlow está muerto
—dijo Joseph Jorkens. Apoyó el taco en el borde de la mesa, se limpió las manos
de tiza y se dirigió a un sillón junto al fuego.
El caballero que estaba con él y que lo siguió al
calor del hogar me resultaba completamente desconocido: se trataba de un hombre
alto, de unos cincuenta o sesenta años, que lucía un bigotito blanco y miraba a
su alrededor con una irónica sonrisa de autosuficiencia. No era uno de los
habituales del club, como Terbut o yo mismo, pero allí no desentonaba en
absoluto.
Yo acababa de llegar, y me sorprendió mucho ver a
Jorkens jugando al billar, una actividad francamente insólita en el Billiards
Club de Londres, si hemos de atenernos a la verdad.
Me acerqué a la chimenea, donde Jorkens y su compañero
se habían acomodado y pedido al camarero sendos vasos de whiskey con soda, y me
invitaron a tomar asiento con ellos.
—Veo que no conoce a mi amigo Dick Hannay —dijo
Jorkens, y el aludido me estrechó la mano—. Dick trabaja para los militares y
ha viajado casi tanto como yo, ¿verdad, Dick?
Hannay asintió con una sonrisa. Lo cierto es que por
su aspecto, disimulaba muy bien cualquier tipo de porte o aire marcial; más
bien parecía un hombre acaudalado y, probablemente, indisciplinado.
—Estaba hablando con Jorkens de un conocido común, el
capitán Charles Marlow —explicó Hannay.
—No creo haberlo visto nunca por aquí —dije yo, pues
el nombre no me resultó familiar.
—Ni tú ni nadie en más de veinte años, al menos —dijo
Jorkens—. Como Dick, Marlow trabajó durante casi toda su vida para los
servicios secretos británicos como agente especial. Era un hombre de Diógenes.
—¿Diógenes?
Jorkens y Hannay intercambiaron miradas.
—El Club Diógenes era un lugar muy extraño —dijo
Hannay—, un exclusivo club situado en Pall Mall, junto al resto de clubes
importantes, concebido para los que no quieren pertenecer a ningún club.
—¡Qué excentricidad!
—En efecto —prosiguió Hannay—. Los miembros del
Diógenes tenían prohibido el contacto humano con el resto de sus colegas; su
lema era “Ignora al prójimo”, o algo así.
—Increíble —dije yo.
—Sin embargo —intervino Jorkens—, el Diógenes era algo
más que un lugar donde reunir a los misántropos de la ciudad, pues albergaba a
un individuo bastante excepcional, un caballero llamado Mycroft Holmes. Tenía
un hermano bastante famoso, un detective, ¿sabe usted?
—¡Oh! —exclamé, pues imaginé de inmediato a quién se
refería.
—Por su parte, el señor Mycroft Holmes era funcionario
del Gobierno de Su Majestad, un hombre sin un cargo oficial, pero que servía como
enlace entre diversos ministerios y organismos del Estado. Era a él a quien se
recurría para consultar problemas extremadamente complicados, problemas en los
que intervenían los más diversos factores: se puede decir que la especialidad
de Mycroft Holmes era la omnisciencia. Charlie Marlow, de quien estábamos
hablando, trabajaba para él... pero no es algo que Charlie admitiera
fácilmente.
—Como a Jorkens, al capitán Marlow le encantaba contar
cuentos —dijo Hannay—. Parece que es una enfermedad común de los marinos, y en
general, de los viajeros como nosotros. Recuerdo que en una ocasión, hace mucho
tiempo, cuando yo era prospector de minas en Sudáfrica, me relató una
espeluznante historia acerca de un viaje que realizó por el Río Congo en busca
de un agente comercial belga, un tal Kurtz...
—Esa es vieja —le interrumpió Jorkens—. Conozco una
que será más del gusto de mi amigo aquí presente, pues le tiene afición a los
relatos de los que otros se ríen. Probablemente ni siquiera tú se la hayas
escuchado nunca a Charlie, Dick. ¿Has oído hablar alguna vez de la rata gigante
de Sumatra?
Hannay se arrellanó en el sillón, un poco molesto, y
bebió un trago de su vaso.
—Es posible —dijo, y se le escapó un marcadísimo
acento escocés que hasta el momento sólo se había podido intuir—. Quizá no a
Marlow... En fin, Jorkens, cuenta tu historia. Pero que conste: no pienso creer
una sola palabra.
—Tratándose del viejo Charlie, es razonable que puedas
tener tus dudas. Yo mismo no sé muy bien qué pensar al respecto...
El
señor Sigerson, supongo
Fue en el verano de 1893, y según me contó Charlie Marlow, por aquel
entonces él era capitán de un vapor volandero holandés que realizaba la ruta
mercante hasta el Índico. Su barco era el Friesland, y pertenecía a la
compañía Holanda-Sumatra —la que un año después sería Holanda-América—,
propiedad de un discutible aristócrata, un tal barón Maupertuis, que había
causado ciertos problemas a Inglaterra.
El capitán Marlow realizaba con absoluta normalidad su
labor como responsable de un navío comercial, aunque lo cierto es que utilizaba
los viajes a las Indias orientales para realizar encargos del Club Diógenes.
En el mes de julio, cuando al Friesland sólo le
restaba atracar en el puerto de Padang para recoger y entregar las mercancías
habituales y regresar a Holanda, Charlie recibió un mensaje de Mycroft Holmes
donde le ordenaba desviarse de la ruta y, en su lugar, dirigirse hasta Calcuta
para recibir allí a un noruego.
Aquel cambio de planes no suponía ningún problema,
pues Charlie sabía que contaba con la connivencia de su patrón nominal, el ya
mencionado barón Maupertuis, cuya posición social, económica y política había
quedado un tanto debilitada unos años atrás, cuando lanzó al gobierno británico
una oferta de compra difícil de rechazar sobre la propiedad de una isla cercana
a las colonias holandesas. Para llevar a cabo sus colosales planes, Maupertuis
chantajeó a algunos de los más altos cargos del estado, pero según Marlow,
Mycroft Holmes tomó cartas en el asunto, movió ficha, y alguien se encargó de
devolver la jugada al barón con la misma moneda... Así, el flemático holandés
se convirtió en un pelele más de nuestra nación y de los designios de Diógenes.
Cuando el Friesland llegó al puerto de Calcuta,
a cosa de mediodía, Charlie se encontró en el muelle con dos individuos que
estaban aguardando su llegada: un sacerdote hindú y un jorobado tuerto y de
rostro desfigurado, que debía de ser el criado del religioso, y al que el
capitán Marlow no tardó en reconocer como un hombre muerto seis o siete años
atrás. Charlie me contó que “Peachey” Taliaferro Carnehan —pues ese era el
nombre del jorobado— y su amigo Daniel Dravot anduvieron mucho tiempo por la
India trampeando entre los maleantes como un buen dúo de ganapanes, ejerciendo
como ilustres chantajistas, y sin duda, trabajando a jornada parcial para
Inglaterra en calidad de oficiales del Ejército de la Reina, o más seguramente,
desempeñando labores soterradas de “acoso y derribo” a cuenta de Whitehall.
Marlow pensaba que Carnehan había muerto tras un viaje que había realizado con
Dravot a una región en la frontera afgana que aparece en algunos mapas con el
nombre de Kafiristán. O al menos, esa era la noticia que había difundido cierto
periodista del diario Northern Star llamado Kipling... Nuestro amigo, el
capitán, solía decirme que había días en que sospechaba que cualquier inglés
que hubiera pasado por la India, lo había hecho como agente del club Diógenes.
Su parte de razón tenía, el viejo Charlie.
De hecho, a primera vista, Marlow pensó que el
sacerdote —un hombre alto y de tez muy oscura, que lucía una de esas “barbas
sagradas” que tanto se ven en la India— debía de ser Daniel Dravot, quien había
llegado a proclamarse rey de Kafiristán y sucesor de Alejandro Magno, y que
había muerto crucificado por sus súbditos. Pero al verlo de cerca, se dio
cuenta de que no se trataba de Dravot, sino de otro europeo disfrazado.
—El señor Sigerson, supongo —lo saludó Charlie
extendiendo la mano, pero el sacerdote se limitó a hacer una leve reverencia—.
Y que el diablo me lleve si tú no eres el difunto Peachey Carnehan...
El jorobado, que tenía la cabeza hundida entre los
hombros y un ojo de menos, sonrió con la mitad del rostro y contestó en
perfecto inglés:
—Difícilmente podría ser este humilde y contrahecho
esclavo de los dioses el apuesto Peachey Carnehan, capitán Marlow. Peachey era
un oficial inglés que desayunaba con los rajás, comía con los bandidos y cenaba
con las prostitutas… Peachey era un hombre que habría podido poner de rodillas a
la India entera, y que fue el más íntimo amigo de un rey. ¿Cómo podría yo ser
ese tal Peachey Carnehan, capitán?
Charlie los invitó a subir al barco para que se
asearan un poco si lo deseaban, pues el noruego olía a bosta de vaca sagrada,
al igual que el jorobado. Mientras Sigerson realizaba sus abluciones, Marlow se
reunió con Peachey en su camarote. Unos cuantos tragos de whisky escocés fueron
suficientes para soltarle la lengua al maloliente jorobado:
—Parece un buen elemento, este Sigerson —le explicó Carnehan
entre trago y trago—. Lo recogí en Kalimpong, al sur de Lhasa, casi a orillas
del Brahmaputra, donde lo encontré vestido de alpinista, ¿qué te parece,
capitán? No tuvo ningún problema para disfrazarse de sacerdote, y hemos llegado
a Calcuta sin mayores contratiempos. Me ha recordado a la época en que andaba
por ahí con Dan…
—¿Pero es realmente de Noruega?
Carnehan miró a Charlie con su único ojo, sacó la
lengua y eructó.
—Él asegura que sí, que es explorador. Lo he visto en
algunos periódicos, ¿sabes, capitán? Ha pasado un tiempo en Tibet y Nepal, e
incluso parecía muy interesado en visitar Kafiristán —dijo Peachy, y soltó una
furiosa carcajada, como si aquello fuera lo más gracioso del mundo—. Pero no,
capitán: Sigerson es más falso que las palabras de amor de una damisela de
Poplar. Un inglés, si en mi vida he visto uno.
—De acuerdo, Peachey, y eso lo sabes porque tienes un
ojo de lince al menos, ¿verdad?
—Eres muy gracioso, capitán, je, je... No, por
desgracia mi vista no es lo que era… Lo que sucede es que en Katmandú oí
rumores de que alguien andaba a la zaga de Sigerson, y da la casualidad de que
si el perseguidor es quien yo creo que es, nuestro notable explorador noruego
bien puede darse por muerto. Se decía que el individuo en cuestión pagaba muy
bien por cualquier información referente a un inglés que andaba triscando por
el Himalaya… No hay que ser muy listo para sumar dos y dos, capitán.
—¿Y quién es el que lo busca, Peachy? —preguntó Marlow
mientras le rellenaba el vaso.
—Me temo que esa información no es de su incumbencia,
capitán Marlow —los interrumpió Sigerson, que apareció por la puerta del
camarote, ataviado con un traje gris completamente europeo. Se había afeitado
la enorme barba estilo sij con la que había aparecido en el muelle, y Charlie
se dio cuenta de que sin el disfraz de sacerdote parecía incluso más alto: era
un individuo muy delgado, cuyo rostro presentaba unos rasgos muy marcados
(tenía la nariz afilada y unos penetrantes ojos grises), y su piel estaba
curtida por el sol de oriente. Sin duda, Sigerson podía ser un farsante, pero
había pasado mucho tiempo a la intemperie.
Marlow lo invitó a sentarse a la mesa con ellos y le
sirvió un trago, que Sigerson rechazó con un gesto. En su lugar, sacó del
bolsillo una pipa de cerezo y la cargó con un tabaco que, como el viejo Charlie
comprobó a los pocos instantes, era de una clase tan fuerte y maloliente que
habría asqueado incluso al más duro de los piratas de Borneo.
—El señor Carnehan, aquí presente, ha cumplido a las
mil maravillas con su misión de guía —dijo Sigerson—, cosa que es de agradecer.
Ha demostrado ser un gran observador del género humano y me ha prestado un
servicio inestimable, además de una interesante e instructiva compañía. Por eso
lamento tanto que a partir de este momento vaya a abandonarnos para que podamos
tratar nuestros asuntos.
Y dicho esto, se puso en pie, le tendió la mano al
jorobado y le indicó la salida. Peachey los miró a los dos de hito en hito, y a
continuación salió por la puerta. Marlow me aseguró que Carnehan estaba
refunfuñando para sí mismo algo así como “la caza del tigre será la caza del
inglés estirado, Dan, vaya si no...”
Cuando estuvieron solos, Charlie explicó a Sigerson
que había recibido órdenes de recogerlo y poner el Friesland a su total disposición.
—De modo que usted dirá cuáles son las instrucciones,
señor.
—Veamos, capitán, ¿qué le dice a usted esto? —dijo, y
le tendió a Marlow un papel.
Se trataba de la copia de una nota enviada al Foreign
Office por el bufete de abogados Morrison, Morrison & Dodd, especialistas
en tasación de maquinaria. En el texto se pedía la colaboración del gobierno en
la búsqueda del Matilda Briggs, un barco propiedad de unos clientes del
bufete y que había desaparecido en aguas cercanas a Sumatra, concretamente al
suroeste, en algún lugar entre los 0 y los 10 grados de latitud.
Charlie lo leyó un par de veces y respondió:
—Que el Matilda Briggs no existe. Al menos, no
con ese nombre. Y que Morrison, Morrison & Dodd, como usted y como yo,
deben tener algún vínculo con el Club Diógenes.
—Explíquese, por favor.
—“Matilda Briggs” es un pseudónimo que, en mi
opinión, deja mucho que desear: los marinos somos muy aficionados a contar
historias, reales o inventadas, y en mi gremio todos conocemos la desgraciada,
y en verdad misteriosa, historia del Mary Celeste (¿o es Marie
Celeste?), que hace unos veinte años apareció cerca de las Islas Azores sin
tripulación, las mesas preparadas para comer, y sin señales de violencia. Como
le digo, los marinos conocemos esa historia al dedillo: Sabemos quién era el
capitán Briggs, que desapareció del barco junto con todos sus hombres, y
también sabemos que su hija se llamaba Sophia Matilda Briggs.
—¿Y esos abogados?
—Bueno, la desaparición de ese barco debe de tener
importancia para la seguridad nacional; en caso contrario, no habría llamado la
atención del señor Mycroft Holmes y nosotros no estaríamos ahora aquí. Un barco
tan importante no estaría en manos de un simple bufete londinense, de modo que
debe ser algún tipo de tapadera de Diógenes.
—¡Bravo, Marlow! Ha realizado usted un análisis de lo
más imaginativo; sin duda podría abandonar su carrera como capitán e ingresar
en Scotland Yard. Estoy seguro de que le recibirían con los brazos abiertos,
amigo mío.
A Charlie nunca le han molestado los halagos, y
aquella no fue una excepción, claro...
—En realidad ha sido sencillo, Sigerson. La
información está aquí mismo, en este papel...
—Salvo por el sutil detalle de que está usted
completamente equivocado —dijo Sigerson.
—¡Cómo!
—Muy por el contrario, capitán, sí existe un barco
llamado Matilda Briggs. Por supuesto, su dueño lo bautizó, con toda
intención, con el nombre de la hija del desaparecido responsable del Mary
(que no Marie) Celeste. Y Morrison, Morrison & Dodd, del 46
de Old Jewery en Londres, no tiene vínculo alguno con el Club Diógenes.
—¿Entonces? —preguntó Marlow, un tanto enfadado.
—No se moleste, capitán, pues yo mismo podría haber
llegado a sus erróneas conclusiones... de haber intentado especular, cosa que
considero un hábito muy pernicioso. Por suerte, dispongo de información
adicional que recogí esta misma mañana en la Oficina de Correos y Telégrafos de
Calcuta, con el mensaje que le he mostrado, y órdenes de embarcar
inmediatamente con usted: Mycroft se ha interesado en el asunto precisamente
porque el dueño del barco es un miembro fundador de su club, un caballero que
trabaja por libre, pero cuyas simpatías están del lado de nuestro país. La
importancia del asunto estriba en el cargamento del Matilda Briggs, que
regresaba a Inglaterra desde Sumatra.
—Espere un momento —lo interrumpió Charlie—, ¿el señor
Holmes había previsto que usted estaría hoy en Calcuta? ¿Y ha viajado usted a
pie desde Kalimpong?
Sigerson esbozó una sonrisa no exenta de ironía.
—Sí, Mycroft ha seguido con mucha atención mis
“exploraciones”. No debería sorprenderle a usted que mi... bueno, que el señor
Holmes sea capaz de calcular dónde iba a estar yo el día de hoy. De hecho, me
había dirigido a la oficina postal para enviar a Pall Mall un informe y aviso
de mis próximos movimientos, y allí me esperaba el paquete con las órdenes que
acababan de llegar de Londres.
—Comprendo —respondió Marlow, que no dejaba de
asombrarse de la precisión matemática de Mycroft Holmes—. Entonces, ¿quién es
el dueño de ese barco y qué diablos es ese cargamento tan trascendente?
—Me temo, capitán, que por ahora no es necesario que
conozca usted esos detalles, y si tenemos suerte, jamás tendrá que saberlos.
Disponga usted el Friesland para que se dirija a la zona que le he
indicado, y le sugiero que no informe a ningún miembro de su tripulación del
motivo de este cambio de rumbo. Mienta si lo cree necesario.
—Pero mi segundo de a bordo...
—No haga excepciones, capitán. Me gustaría que mi
presencia a bordo de este barco pasara desapercibida, al menos hasta que
zarpemos. Si me indica un camarote en el que pueda instalarme, capitán, no le
molestaré lo más mínimo.
Aquellas condiciones no agradaron demasiado a Charlie,
como tampoco le habían gustado esos jueguecitos de adivinanzas que tanto
parecían divertir a Sigerson. Además, observó que se trataba de un elemento muy
disciplinado e insólitamente discreto, pues no se había dignado a compartir los
pormenores de la misión con el hombre que habría de ayudarlo a llevarla a cabo:
esto, sin duda, convertía a Sigerson en un agente muy valorado por Mycroft
Holmes y su club.
Por lo que yo sé, el capitán Marlow no era
precisamente un ejemplo a seguir por los hombres de Diógenes, pero lo cierto es
que algún mandamás —posiblemente el mismo Mycroft Holmes— debía de tenerlo en
gran estima... Todo lo contrario que Charlie, que miraba con algo más que
desconfianza las actividades internacionales de Inglaterra, y en privado
hablaba verdaderas pestes de la Inteligencia Militar, los servicios secretos,
los espías, y de todo el entramado que forma la Corona con Whitehall, el
Foreign Office, y hasta el último de los ministerios. No obstante, y por algún
extraño sentido del honor, del orgullo, o vaya usted a saber qué, Charles
Marlow siempre se mantuvo fiel a Gran Bretaña... o al menos eso juraba y
perjuraba él.
Charlie le facilitó a Sigerson un diminuto habitáculo
con un camastro dentro de su propio camarote, dejó allí al falso noruego, que
ni siquiera arrugó la nariz cuando vio el zulo, y se marchó en busca de su segundo
de a bordo.
Encontró a Orcival “Orc” O’Rourke en la sala de
máquinas, desgañitándose sobre el fogonero, que estaba borracho como una cuba y
tumbado sobre un montón de carbón desparramado. Charlie dio media vuelta, salió
de la sala y regresó con sendos cubos llenos de agua. Sin decir una sola
palabra, se los arrojó al ebrio fogonero —un belga gordo y barbudo que venía
recomendado por no sé qué directivo de la Holanda-Sumatra Company— y le hizo
señas a O’Rourke para que lo siguiera a cubierta.
—Baja a tierra a buscar a los hombres —le dijo
Marlow—. Tenemos que zarpar lo antes posible. Vamos a cambiar la ruta, y quiero
que nos marchemos esta misma noche.
Orc O’Rourke era todo un hombretón, un marino yanqui
al que Charlie había conocido años atrás, y que se había ganado su total
confianza: Orc conocía el Atlántico y el Pacífico como la palma de su mano, y
había salido indemne de media docena de enfrentamientos con piratas cuando
viajaba con el célebre Owen Kettle, el capitán sin barco. Dicen que O’Rourke era
un verdadero demonio con los puños, y Charlie juraba que si el americano
hubiera sido negro y se hubiera dedicado profesionalmente al boxeo, se habría
hecho tan famoso como Tom Molineaux, el esclavo negro que le zurró la badana un
par de veces a Tom Cribb hace más de cien años... En estos días, ya casi nadie
recuerda a Molineaux o a Cribb, claro.
—¿Ha sucedido algo, capitán? —preguntó O’Rourke.
—Tenemos visita —respondió Marlow—. Por cierto, si
oyes campanas acerca de un tipo que busca información sobre un inglés o un
noruego, házmelo saber.
—De acuerdo —dijo O’Rourke, que no estaba oficialmente
al tanto de las verdaderas actividades de Charlie y el Club Diógenes. Aunque
algo debía olerse, porque el yanqui no tenía un pelo de tonto—. Nos traemos
algo raro entre manos, ¿verdad, capitán?
Marlow dio un respingo y contestó:
—Hasta donde yo sé, se trata de una misión de rescate.
Ya veremos si la cosa se complica.
De este modo, Orc O’Rourke cumplió su cometido,
registró los bares del puerto de Calcuta en busca de la tripulación del Friesland,
y esa misma noche, tal y como había dispuesto el capitán, zarparon en busca del
Matilda Briggs.
Felicidades por su nuevo blog. ¿Este desaparecerá cuando saques el libro?
ResponderEliminar¿Cuantas páginas tendrá el libro más o menos?
Solo una opinión respecto al título de la cabecera, es que has escogio un rojo demasiado fuerte (según mi opinión), y se te caen los ojos al suelo al verlo.
Un saludo
Gracias, Gárgola.
EliminarNo sé lo que pasará con el blog cuando salga a la venta el libro, pero quizá podamos reutilizarlo, rebautizarlo, yo qué sé...
Está previsto que el libro no tenga menos de 250 páginas (probablemente más, depende de la maqueta, de las ilustraciones, etc).
Y con respecto a la cabecera, sí, el rojo es muy fuerte. Siempre lo ha sido.
Y cuidado con tus ojos; si se te caen al suelo, quizá la Rata de Sumatra los recoja y se los zampe (¡aaaaaaahuumm!)
Abrazos
Tremendo anticipo. Se queda uno con unas ganas enormes de que le cuenten el resto
ResponderEliminar¡Gracias, Birdy!
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